Soltando los pensamientos que circulan en mi cabeza — como estrellas fugaces que recorren distancias estelares en la soledad del universo – voy entrando a mi espacio seguro, caminando en un sendero que me guía hacia un regalo incierto que estoy ansioso por conocer. Como quinde y el néctar de flor, el bosque me atrae hacia sus profundidades; en la sombra la lluvia se diluye y, en el silencio al son de la campana, nocturno el río de las horas fluye.
Me adentro en sus brazos que cuelgan bien alto y me acogen como a un hermano más. Siento su calidez tenue y me invaden las ganas de explorar. Esto es solo el comienzo. Agarro valor y desciendo por una pendiente adornada con hojas secas que pretenden jugarme una broma, resbalo…
Quien me oiga asegurar que la broma les salió bien, pensará de mí lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamentalmente no fue así. Río acostado en mi nuevo colchón, me relajo y observo un arcoíris conformado por seres que vuelan y se divierten los unos con los otros, y en el fondo, yo también quisiera ser ave.
Un fruto cae al suelo y desvío la mirada, vuelvo, pero el arcoíris se aleja. Pienso en mi vida, me adentro en la cabeza y exploro cada rincón, agradezco por tanto y nace otra sonrisa. Levantándome noto un suave murmullo a mi lado, esas piedras curvilíneas que sostienen la vida y van desgastándose en su labor, esa vida que se transforma en todo lo que conocemos; el agua fluye en mí, en el río y en todos los seres vivos. Decido entrar.
Tiemblo cuando la vida toca mi ombligo, siempre es la parte más difícil. Llegando a mi cuello comienzo a jugar en esta fuente que se asemeja, extrañamente, a un pasado que no logro entender. Me siento en casa, rodeado de mi familia. Este frio va transformándose como yo al escribir este relato, agarra confianza y me suelta para descubrir los misterios que guarda la vida en su interior.
Salir, vestirme y comenzar a sentir menos conexión, más incómodo aún con los zapatos. Algo no está bien en esto de crear barreras, me los quito nuevamente y tomo el camino de regreso. Esta vez las hojas no me jugaron bromas, los brazos que notaba altos, están más cerca y el arcoíris parece estar al alcance de mis dedos.
Antes de llegar, me detengo y doy un respiro. Agudizo el oído, suelto la visión y todo oscurece, para sentir desde lo profundo aquello que la naturaleza me quiere enseñar hoy. En mi penumbra se dibuja el canto de un ruiseñor que va pintando la aurora y en su boca recibe la esperanza de un mañana mejor; el viento que recorre los árboles cálidos del bosque, abraza a las hojas y suavemente susurra una vida renovada.
Abro los ojos, miro profundamente a la naturaleza y comprendo todo mejor.